Hoy hace trece años que murió Ofelia

«Cuando Ofelia Gronlier aparece,
un ángel se despierta.»

José Lezama Lima

Era mi primera salida de Cuba y quería despedirme del maestro. Aquella mañana habanera de diciembre de 1959 lo encontré en su mezquino despacho de funcionario menor del Instituto Nacional de Cultura, en el Palacio de Bellas Artes. Lezama me recibió con su habitual cordialidad, chispeante y fina. De pie junto a él, en el instante en que llegué, estaba una muchacha que yo nunca había visto. Lezama me la presentó como su nueva secretaria.

Me fui a Europa y al año volví a aquel despacho de Bellas Artes. Allí, detrás de un minúsculo escritorio, estaba la muchacha, que se acercó a la mesa de Lezama para escuchar mis relatos de viajero. Los que más le gustaron fueron los que tenían que ver con París. La atraían Francia y sus pintores y escritores y me dijo que estaba pensando perfeccionar su francés en una escuela de idiomas. “Si quiere la acompaño cuando vaya a matricularse y así me matriculo con usted, porque yo también quiero estudiar el francés como se debe”, le dije. Aceptó, y aquella tarde nos vimos en la oficina de la Berlitz. Al salir de la academia, ya de noche, la invité a un martini en el bar Carabalí y luego a cenar en el Ember’s Club, que era una trattoria de moda en aquella Habana que ya empezaba a dar las primeras boqueadas bajo le nouveau régime.

Seis meses después, Ofelia y yo nos casamos en el apartamento que el poeta Roberto Branly ocupaba en la tercera planta de un edificio de El Vedado. Lezama quiso ser padrino de la boda y nos regaló un plato chino de porcelana obsesivamente decorado con mariposas. Su obesidad y su asma le impidieron subir las escaleras que conducían al piso de Branly, de ahí que sea el gran ausente en las fotos del brindis.

Brindis de la boda. De izquierda a derecha, Roberto Branly, yo, Ofelia y mi cuñada Alicia Gronlier. 1960.

Brindis de la boda. De izquierda a derecha, Roberto Branly, yo, Ofelia y mi cuñada Alicia Gronlier. 1961.

Desde el momento en que, en mayo de 1991, al suscribir yo la Declaración de Intelectuales Cubanos (la Carta de los Diez), rompí abiertamente con el régimen castrista, mi situación en Cuba se hizo insostenible. Como he contado en otra parte, Ofelia y yo abandonamos la isla en febrero del 92 y nos trasladamos a España.

En Cádiz, donde permanecimos diez meses, Ofelia relató una tarde a unos amigos españoles sus recuerdos de Lezama. Fue entonces cuando el poeta gaditano Jesús Fernández Palacios, en aquel momento director de la revista Cádiz e Iberoamérica, le propuso que resumiera esos recuerdos en un texto no mayor de ocho folios que él publicaría en su revista. Ella, que no se sentía escritora y que nunca había hecho nada semejante, al principio rechazó horrorizada la proposición de Jesús, pero finalmente la asumió como un reto y se puso a trabajar.

Vivíamos frente a la Plaza de la Constitución, al lado de la iglesia de San Antonio, en una torre-mirador del siglo XVIII, una de las ciento y tantas que aún quedan dispersas por las azoteas de Cádiz. Su propietario, el médico Javier Galiana, nos la había prestado en vista de nuestra falta de recursos para alquilar un piso. En aquella suerte de palomar bajo el cielo añil de Andalucía comenzó Ofelia a redactar sus recuerdos de Lezama, y terminó días después en el piso del poeta José Ramón Ripoll, que fue la última estación de nuestro periplo gaditano.

Los ocho folios pedidos por Fernández Palacios se convirtieron en veintisiete en las manos de Ofelia, que no eran precisamente “las oscuras manos del olvido”; pero nuestro amigo se entusiasmó con el texto y como pudo le abrió espacio en su revista. Posteriormente, el trabajo fue reproducido en Estados Unidos por Belkis Cuza Malé en Linden Lane Magazine. También apareció en el suplemento cultural del periódico grancanario La Provincia y, póstumamente, en la revista dominical del periódico puertorriqueño El Nuevo Día.

En “Lezama en mi memoria”, la dibujante que era Ofelia, con trazos breves y asistida por la nitidez de sus recuerdos, consigue darnos una imagen viva del hombre que ella conoció y de las circunstancias en que lo trató. El éxito que desde el primer momento tuvieron estas páginas se debe a que en ellas se ilumina el rostro humano de un raro de nuestros días transformado en tótem literario por el fetichismo de admiradores y editores.

Concluido el seminario sobre poesía cubana que dirigí en la Universidad de Cádiz por espacio de tres meses, Ofelia y yo comenzamos a vivir de los escasos dineros que proporcionaban mis colaboraciones en periódicos españoles, sobre todo en el Diario de Cádiz, y los recitales y conferencias que, gracias a la gestión de amigos diligentes y bien relacionados, daba yo en Cádiz-capital y otros municipios de la provincia. Durante meses ejercí la más azarosa juglaría deambulando por los deslumbrantes pueblos de la sierra gaditana -Arcos de la Frontera, Grazalema, Benamahoma, Ubrique, Vejer de la Frontera, Medina Sidonia, Casas Viejas, San Roque…

Un día, cerradas para mí por cierta camarilla profesoral las puertas de la Universidad de Cádiz, cuando ya en esta ciudad ante nosotros sólo se abría la incertidumbre, me llegó una esperanzadora invitación de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. […]

Entre los amigos que nos esperaban en Las Palmas estaba Diego Talavera, director del periódico La Provincia, quien en sus frecuentes viajes a La Habana nunca dejó de visitar nuestra casa. Diego me abrió de inmediato las páginas de La Provincia. Y también las abrió para Ofelia, que publicó en ellas el primer artículo que escribió en su vida, “Imágenes imborrables”, en el que comenta la tragedia de los balseros cubanos durante la estampida de 1994. Con las decenas de trabajos que alcanzó a publicar durante el año y medio que estuvo colaborando en La Provincia atrajo la atención de los lectores. El éxito mayor lo obtuvo con “Lezama en mi memoria”, que el periódico publicó en tres entregas de su suplemento cultural (y que puede leerse en este blog).

Ofelia muere, sorpresivamente, en la Navidad de 1995, en Las Palmas de Gran Canaria. Nuestras hijas y yo, que conocíamos su devoción por Italia, viajamos a Venecia un año después y depositamos la urna con sus cenizas en el Canal Grande, frente a la iglesia de La Salute.

Mucho tardó en decidirse a escribir. “Lo mío es la pintura”, decía siempre. Sus Memorias de El Vedado quedaron truncas en los capítulos iniciales y como náufragas en un mar de anotaciones. Dos de esos capítulos aparecieron en Espejo de Paciencia, la revista de la Universidad de Las Palmas que fundé en 1995 y cuyo primer número me ayudó a hacer.

Ofelia retratada por mi en el Parque de Maria Luisa. Sevilla, 1992.

Ofelia fotografiada por mí en el Parque de María Luisa. Sevilla, 1992.