Ediciones Universal, Miami, 2009. Presentación de Isis Wirth.
Desde la toma del poder por el régimen castrista, hace ya medio siglo, los fusilamientos, las detenciones arbitrarias, los juicios decididos de antemano, los destierros forzados se sucedieron ante la indiferencia de la comunidad internacional y en un ambiente festivo dentro de la isla. El Líder Máximo se atrevía a desafiar a los Estados Unidos. Eso era suficiente para cerrar los ojos sobre los métodos empleados. Balseros, ex-revolucionarios, intelectuales insumisos, poetas rebeldes, ex-presos plantados que se negaron a aceptar la rehabilitación por el trabajo y el adoctrinamiento, disidentes, Damas de Blanco: todos cuentan la revolución desde las cárceles y la represión contra ellos. Sus relatos muestran la cruda realidad de la isla pero también la extraordinaria fuerza interior, el valor y la obstinación de la resistencia cubana a la opresión.
Jacobo Machover nació en La Habana en 1954. Exiliado, vive en Francia desde 1963. Catedrático universitario en Francia, periodista, traductor, escribe indistintamente en español y en francés. Sus libros más recientes son La dinastía Castro. Los misterios y secretos de su poder, Áltera, Madrid, 2007; y La cara oculta del Che. Desmitificación de un héroe romántico, Planeta, Barcelona, 2008.
EXTRACTO DE MI LIBRO
Jacobo Machover
El 31 de julio de 2006, Fidel Castro delegó provisionalmente el poder a su hermano Raúl, antes de oficializar definitivamente su traspaso en febrero de 2008. El castrismo no tenía entonces en mente ninguna transición. Lo que pretendía era asegurar la continuidad del régimen.
Había que ocultar lo más posible los crímenes cometidos durante medio siglo y hacer desaparecer las huellas de la represión. El tiempo siempre fue el mejor aliado del castrismo. Un reinado tan largo hace olvidar a veces la violencia que lo engendró y que siguió practicando para mantenerse en vida. Hacía falta también dar la impresión de que algo podía cambiar, de que la población no tendría que aguantar más las mismas escaseces materiales y de que, tal vez, un mínimo de libertad de expresión podría ver la luz.
Raúl Castro, el hombre que había encabezado todos los órganos represivos –a la vez las Fuerzas armadas revolucionarias, primero, y la Seguridad del Estado también, luego– pretendía mostrar que había cambiado, que se había vuelto más pragmático que su hermano, apartado del poder por la enfermedad y también por el inmovilismo que había demostrado, sobre todo después de la caída del muro de Berlín. Raúl intentó presentarse como un jefe de Estado de un nuevo tipo, capaz de impulsar la evolución del país hacia una apertura al mundo. De alguna manera su objetivo consistía en que se olvidara el pasado. Sin embargo, la realidad de la represión dentro del país recayó tanto en él como en Fidel.
Los gobiernos occidentales, particularmente los de la Unión Europea, encabezados por España, le facilitaron la tarea. Sin la menor garantía en torno a una eventual evolución de la isla hacia la democracia bajo la dirección de Raúl Castro, la UE levantó las sanciones que había adoptado a raíz de la detención de los setenta y cinco disidentes de la “primavera negra” de 2003 y de la ejecución posterior de tres jóvenes. Ésa fue la primera manifestación de reconocimiento internacional al “raulismo”. Los europeos aceptaron sin rechistar las más insignificantes señales de apertura del régimen. Nunca llegaron a cuestionar la legitimidad de la sucesión dinástica entre los hermanos Castro ni la forma, tan antidemocrática en que se produjo la designación de Raúl, quien obtuvo cerca del 99% de los votos en su distrito durante las “elecciones” a la Asamblea nacional del poder popular, el pseudo-parlamento encargado de ratificar las decisiones adoptadas en la cumbre del Estado.
Sin embargo ¿es realmente concebible un cambio con Raúl Castro, conociendo su papel en la instauración del aparato represivo en Cuba y en la práctica diaria del terror institucionalizado?
A pesar de todo, ciertos exilados, esencialmente los que, después de haber formado parte de las capas dirigentes del castrismo, fueron víctimas de una u otra de las innumerables purgas que marcaron el reinado absoluto y exclusivo de los hermanos Castro, ven en Raúl una oportunidad para acabar con su desgracia y así recobrar sus antiguas funciones, evitándose de esa manera un cuestionamiento de la represión en la que participaron. Raúl Castro podría, pues, redimir su propio poder de los errores y los crímenes de su hermano mayor. Con la única condición de que su papel sea minimizado u ocultado. El tiempo otorgado al castrismo no es infinito.
Aunque haya logrado obtener el reconocimiento de la comunidad internacional, sin el más mínimo cuestionamiento de su poder, adquirido oficialmente por herencia familiar, Raúl Castro sabe, mejor que nadie, que ese poder no puede ser eterno. Su papel consiste en estabilizar una etapa provisional, antes de poder implementar una solución más duradera. No obstante, esa continuación no se perfila para nada en el horizonte. El control total de la familia Castro impide cualquier alternativa política en el seno de las instituciones –las Fuerzas armadas revolucionarias y el Partido comunista– susceptibles de preparar una normalización del régimen cuando sus fundadores hayan desaparecido. Mas pasa el tiempo y menos posibilidades hay de que la opinión pública internacional decida ir un día a examinar de cerca los crímenes del castrismo, que han sido minimizados en relación con los que fueron cometidos bajo otras latitudes por toda clase de dictaduras, comunistas o no.
¿Por qué tanta indulgencia con un régimen cuya longevidad se debe a la represión ejercitada sin piedad contra todos los que pudieran oponerse a sus dictados, no solamente en actos, sino también por medio del pensamiento? En eso consistió siempre la pretensión del castrismo: en controlar hasta los sentimientos de los cubanos, obligarlos a amar a Fidel Castro, padre y después abuelo de la revolución y del país. Y fue lo que se produjo, efectivamente: desde su más temprana edad todos los cubanos se vieron obligados a alabar las hazañas de su libertador y benefactor. Se aprendieron tan bien la lección que los observadores extranjeros los creyeron sin dudar un segundo. Eran incapaces de entender que detrás de las sonrisas circunstanciales de las declaraciones indefectibles de apoyo a la revolución, se ocultaba una profunda desconfianza hacia esos visitantes tan complacientes, listos para acatar y repetir como loros lo que la propaganda les machacaba insistentemente y dispuestos, sobre todo, a cerrar los ojos sobre la otra cara de la moneda, sin embargo tan poco halagüeña.
Una de las víctimas más emblemáticas del castrismo, el poeta Heberto Padilla, muerto en el exilio, escribía en su poemario Provocaciones (publicado en 1973, después de su “autocrítica”, por las ediciones La Gota de Agua, en Madrid), refiriéndose a aquellos turistas revolucionarios, los “viajeros”:
“He aquí las ropas de la abundancia,
mientras más informales, más bellamente escandalosas,
Títulos universitarios, grandes libros
especialmente escritos
para los departamentos de sociología
de prestigiosas universidades que han pagado los gastos.
Las visas las obtienen rápidamente.
Buenos informes sobre campañas antibelicistas.
Protestas contra la guerra del Vietnam.
En fin, son gentes que han elegido
el curso sano y correcto de la Historia.
Han tomado el avión contra sus leyes,
pero son los viajeros más cómodos del porvenir.
Se sienten dulcemente subversivos,
en paz con sus conciencias…”
José Mario, poeta también fallecido en el exilio, cuestionaba a su vez, en su prefacio al poemario de Heberto Padilla, esa injustificable complacencia: “Que los intelectuales extranjeros (comprometidos con el proceso castrista) que hicieron factible en Cuba, con su silencio y complicidad, la tortura, así como todo tipo de atropellos y vejaciones a los principios de la dignidad humana hayan reaccionado demasiado tarde, nos descubre, más que una actitud no asumida a tiempo, una inmoralidad.”
Hay que señalar, sin embargo, que el régimen logró ocultar perfectamente lo que menos le convenía en términos de imagen. El castrismo presentó la revolución como un modelo de espontaneidad, de desorganización, de informalidad, para poder atribuir a los errores de unos cuantos burócratas demasiado estrictos las actuaciones de un sistema represivo perfectamente organizado.
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