Leyendo el ensayo de Valéry sobre Mallarmé (“Yo le decía, a veces, a Stéphane Mallarmé…”) he comprobado que es posible aplicar casi íntegramente a Lezama lo dicho en esas páginas admirables. Como Mallarmé, Lezama se encaró a esa tendencia vulgar de “no leer más que aquello que todo el mundo podría escribir”, y, como le sucedió al poeta francés, lo rutinario ha sido su más encarnizado enemigo, porque —y cito de nuevo a Valéry— “ofrecer a las gentes esos enigmas de cristal, introducir en el acto de agradar o de conmover por medio del lenguaje esas composiciones de dificultades y de gracias, permitiría concebir en quien lo osaba una fuerza, una fe, un ascetismo, un desprecio del modo de sentir general, sin ejemplo en las Letras, que humillaban todas las obras menos audaces y todas las intenciones menos rigurosamente puras, es decir, casi todo”.
No encuentro en la historia de la poesía de lengua española otro caso similar al de Góngora y Lezama, en que la fuerza de lo gregario, de lo establecido, de lo cotidiano provoque una fusión tan traumática entre el dramatismo que toda voluntad creadora entraña y la certidumbre de que lo creado sólo hallará resonancia en muy contados espíritus, tan raros, en fin de cuentas, como el del creador. Si para muchas finas inteligencias el racionero cordobés continúa siendo un orate cejijunto o un farsante magistral, ¿tenemos derecho a extrañarnos de que la obra del barroco habanero haya tenido que moverse, crecer e imponerse entre rechazos?
Lezama no flaqueó jamás —no descartaba que algún día llamara a su puerta “el viejito de Suecia”—, y el origen de su persistencia ante las adversidades a que él mismo sometió los productos de su espíritu estaba, en gran parte, en su convencimiento de poseer un sistema poético perfectamente estructurado y “necesario” y de dominar sus resortes. En su ejemplar del ya citado ensayo de Valéry —uno de los incontables libros que me prestó durante los años en que trabajamos juntos en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba—, Lezama tenía subrayado el siguiente párrafo: “El objeto de todas las búsquedas más elevadas es el de construir algún edificio o sistema necesario a partir de la libertad, pero esta libertad no es más que el sentimiento y la seguridad de la posesión de lo posible y se desarrolla con él”. Este párrafo parece haber sido escrito para esclarecerle a Lezama el sentido de su fuerza.
Lezama y la poesía
Lezama es el único poeta cubano que ha diseñado un sistema poético. En el prólogo de Armando Álvarez Bravo para la Órbita de Lezama Lima se recogen estas declaraciones del maestro: “Algunos ingenuos, aterrorizados por la palabra sistema, han creído que mi sistema es un estudio filosófico ad usum sobre la poesía. Nada más lejos de lo que pretendo. He partido siempre de los elementos propios de la poesía, o sea, del poema, de la metáfora, de la imagen”. Sí, su sistema poético no va en busca de la poesía, sino que parte de ella, de su experiencia.
En algún pasaje de su prólogo, Álvarez Bravo afirma que ese sistema “empezó a perfilarse en una serie de fragmentos en prosa que se incluían en […] La fijeza”, el cuarto libro de Lezama. Creo, sin embargo, que es necesario remontarse al año 1941, en que se publicó Enemigo rumor, para encontrar los síntomas de ese comienzo. La poesía como tema, como problema, es una obsesión que aflora frecuentemente en la obra de Lezama. Ya en Enemigo rumor, libro aparecido ocho años antes que La fijeza, figuran dos poemas que son prolegómenos al sistema: “Ah, tú que escapes” y “Una oscura pradera me convida”. Lo que escapa cuando alcanza su “definición mejor” es el poema, que se hace cuerpo independiente, palpable, “una sustancia resistente enclavada [son palabras posteriores de Lezama] entre una metáfora, que avanza creando infinitas conexiones, y una imagen final que asegura la pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis”; y la “oscura pradera” enigmática, que lo convida y lo encanta, es la poesía, “la poesía como misterio clarísimo o, si usted quiere, como claridad misteriosa”.
En el sistema de Lezama, el proceso de la creación poética se inicia con lo poético, o el estímulo; pasa por el poeta, o el conductor; y culmina con el poema, o la revelación. Como Alfonso Reyes, Lezama advierte que la creación poética recorre un camino que va de lo subconsciente a lo consciente. Alguna vez le oí decir, en una de aquellas conversaciones que sosteníamos en su casa los domingos en la mañana, que cuando estaba claro escribía prosa y cuando estaba oscuro escribía poesía, “porque la poesía necesita de una nebulosa”.
Ante la disyuntiva de si la poesía prefigura lo venidero, desvela el presente o rescata y eterniza la memoria, Lezama aporta, tomando la imagen como encarnación de la poiesis, una definición que engloba todas las posibilidades: “La imagen es la realidad del mundo invisible”. En el sistema lezamiano, la poesía es concebida como una energía hechizante que, “abiertas todas las grandes esclusas”, como diría Breton, avanza por oscura vía y desemboca en una revelación que es una liberación.
El sistema lezamiano descansa en otros conceptos básicos, que su autor expone en la entrevista que para su Órbita le hizo Álvarez Bravo, y todos están orientados, como el propio Lezama subraya, a “destruir la causalidad aristotélica buscando lo incondicionado poético”. Lezama hace una apretada exposición de tales conceptos, la cual trasladaré a ustedes íntegramente para su disfrute total y porque yo no podría hacerlo mejor:
Pero lo maravilloso, que ya esbozamos en la relación entre la metáfora y la imagen, es que ese incondicionado poético tiene una poderosa gravitación, referenciales diamantinos y apoyaturas. Por eso es posible hablar de caminos poéticos o metodología poética dentro de ese incondicionado que forma la poesía. En primer lugar citaremos la ocupatio de los estoicos, es decir la total ocupación de un cuerpo. Refiriéndonos a la imagen ya vimos cómo ella cubre la substancia o resistencia territorial del poema. Después citaremos un concepto que nos parece de enorme importancia y que hemos llamado la vivencia oblicua. La vivencia oblicua es como si un hombre, sin saberlo, desde luego, al darle la vuelta al conmutador de su cuarto inaugurase una cascada en el Ontario. Podemos poner un ejemplo bien evidente. Cuando el caballero o San Jorge clava su lanza en el dragón, su caballo se desploma muerto. Obsérvase lo siguiente, la mera relación causal sería: caballero-lanza-dragón. La fuerza regresiva la podíamos explicar con la otra causalidad: dragón-lanza-caballero; pero fíjese que no es el caballero el que se desploma muerto, sino su caballo, con el que no existe una relación causal sino incondicionada. A este tipo de relación la hemos llamado vivencia oblícua. Existe también lo que he llamado el súbito, que lo podemos considerar como opuesto a la ocupatio de los estoicos. Por ejemplo, si un estudioso del alemán se encuentra con la palabra vogel (pájaro), después tropieza con la palabra vogelbaum (jaula para pájaros) y se encuentra después con la palabra vogelon, que le entrega el significado del pájaro entrando en la jaula, o sea, la cópula. Existe también lo que pudiéramos llamar el camino o método hipertélico, es decir, lo que va siempre más allá de su finalidad venciendo todo determinismo. Otro ejemplo. Durante mucho tiempo se creyó que las convulvas, que son unos vermes ciliares, retrocedían hasta donde llegaba la marea. Pero se ha podido observar que cuando no hay marea retroceden a la misma distancia. Existen animales como el díptico de frente blanca que en la cópula matan a la hembra. Ese camino hipertélico que va siempre más allá de su finalidad, como en este caso, es de raíz poética. Me veo precisado a citar de nuevo una frase, aquélla de Tertuliano que dice: El hijo de Dios fue sacrificado, no es vergonzoso porque es vergonzoso, y el hijo de Dios murió, es todavía más creíble porque es increíble, y después de enterrado resucitó, es cierto porque es imposible. De esa frase podemos derivar dos caminos o métodos poéticos: lo creíble porque es increíble (la muerte del hijo de Dios), y lo cierto porque es imposible (la resurrección).
Lezama y la crítica
En 1957, Lezama publicó su ensayo La expresión americana. En ese libro se lee lo siguiente: “Que la valoración de los enlaces históricos y de la estimación crítica tenía que ir forzosamente a un nuevo planteamiento, era cosa esperada con júbilo. Un Ernest Robert Curtius o un T. S. Eliot lo anticipan con indicios e intuiciones. “Con el tiempo —nos dice Ernest Robert Curtius— resultará manifiestamente imposible emplear cualquier técnica que no sea la de la ficción”. Un poco más adelante agrega Lezama: “Una técnica de la ficción tendrá que ser imprescindible cuando la técnica histórica no pueda establecer el dominio de sus precisiones”. Y cierra con esta suerte de declaración de principio o consigna: “Una obligación casi de volver a vivir lo que ya no se puede precisar”.
La crítica, por su propia condición inquisitiva y reflexiva, suele ejercer sobre el poema una acción disgregadora. Sobre todo la crítica tecnicista, armada de sofisticado instrumental teórico, penetra en el poema con la misión de extraer, separar, desconectar sus resortes y engranajes, de manera que el mecanismo cerrado que es el poema deje al descubierto sus entrañas, con lo cual el texto queda a marced de la logicidad de un pensamiento más o menos ordinario. No será difícil advertir que tal labor de disección in vivo —un poema es un organismo vivo— arroja resultados similares a los de una disección in mortis: sólo nos ofrece una masa fría de la cual se ha evaporado la vida. Durante mucho tiempo nos pareció que el crítico estaba condenado a ser el taxidermista de la literatura o el entusiasta comentador de sus particulares preferencias.
Entre nosotros, es Lezama quien, reivindicando el acercamiento poético al texto, por una parte ha superado la crítica retórica y la simplemente impresionista y, por otra, frente a los diversos formalismos academizantes surgidos en los últimos años en Europa y Estados Unidos, le ha desbrozado el camino a una posible y deseable rehumanización de la crítica. Lezama, que describe como testigo la fantasmal partida de ajedrez entre el Inca Atahualpa y el Adelantado Hernando de Soto, y que atisbó los paseos de Catalina II por los malecones del Neva, revoluciona la crítica literaria en Cuba llevándola a un vasto campo de posibilidades cuyos límites, dilatados a veces por la ficción, se disuelven en la Historia.
Como crítico, Lezama actúa, al igual que como poeta, por asociaciones y derivaciones, y en base de tales recursos descubre o crea los vínculos entre el paisaje, el hombre, la Historia y la imagen poética.
Cuando digo que Lezama crea las relaciones no aludo a la arbitrariedad, porque esa creación, esa ficción a la que me refiero, se produce por “una obligación casi de volver a vivir lo que ya no se puede precisar”, principio que entraña una fabulación reconstructiva realizada a partir de rastreados y sopesados correlatos históricos. En el prefacio con que abre su Antología de la Poesía Cubana , Lezama recomienda: “El estudioso de la literatura debe rebasar las fuentes de información que sean estrictamente literarias. Cuanto mayor y más diversas sean esas fuentes, más complejo y ahondado es el rendimiento literario…” El consejo de Lezama encamina al estudio de testimonios y hechos.
La Antología de la Poesía Cubana abarca desde el motete que se supone se cantó en la iglesia de Bayamo para dar la bienvenida al obispo Fray Juan de las Cabezas Altamirano, luego de que lo rescataran de manos del pirata Girón, hasta José Martí, “nuestra excepcional figura”, dice Lezama, “que no sólo resume nuestro pasado, sino que avizora el porvenir”. Por lo tanto, la antología recorre las etapas fundacionales de nuestra nacionalidad.
Marginando el enfoque habitual y de corto alcance, meramente literaturesco, de nuestra poesía, partiendo de valoraciones en que aparecen implicados los elementos sociales que fueron conformando la cultura en la isla, y abriendo, por lo mismo, una más espaciosa perspectiva a la crítica, Lezama fue al rescate de las raíces de la poesía cubana. La aguda mirada que pasea sobre nuestra poesía incita a prestar una más amorosa atención al caudal lírico acumulado por los cubanos en los tres siglos que se extienden desde el motete de la iglesia bayamesa hasta los Versos libres de José Martí.
En su Antología, Lezama demuestra que podemos enorgullecernos de nuestra tradición poética, provista de creadores de innegable valor y no pocas veces espléndidos e influyentes a nivel internacional (él mismo es un ejemplo), y nos permite ver que esa tradición tuvo, desde su inicio, su centro de gravitación en el paisaje insular y en el desarrollo de nuestra sociedad.
En el prefacio de la Antología, Lezama da fe de su modo de pesquisar y de hacer crítica, en el que se reproducen mecanismos de su sistema poético. El prefacio arranca con esta afirmación: “Nuestra isla comienza su historia dentro de la poesía. La imagen, la fábula y los prodigios establecen su reino desde nuestra fundamentación y el descubrimiento”. Empiezan, pues, los cotejos, las vinculaciones, las derivaciones. De la frase “seda de caballo”, anotada por Cristóbal Colón al fijarse en la cabellera de las indias, Lezama deriva la hipótesis de que el Almirante no aludía “tan sólo a una presencia hermosa y fina, sino a la carga de eticidad que entraña, como una resistencia sedosa y fina que había de ser característica de todos los intentos nobles del cubano”. Con la labor de los orfebres habaneros del siglo XVII Darío Romano y Dámaso García, probablemente los pioneros de ese arte en Cuba, Lezama vincula, haciéndolo albacea artístico de aquéllos, al poeta mulato Gabriel de la Concepción Valdés, conocido por Plácido, en cuya poesía señala “las muestras de un estilo plateresco”. Lezama establece este vínculo a través de uno de los oficios de Plácido, que era platero además de peinetero. Por otra parte, Lezama hace referencia al que parece ser el primer conjunto de música popular que apareció en Cuba y subraya que uno de sus componentes procedía de Málaga; otro, de Lisboa; otro, de Sevilla; y el cuarto, la negra Ma Teodora, de Santiago de los Caballeros (Santo Domingo). Tal mezcolanza le da pie para cifrar en ella el carácter sincrético de la sociedad insular. Elevando a la categoría de símbolo ese remotísimo conjunto musical, para muchos legendario, Lezama concluye que la “diversidad de influencias, étnicas y artísticas, profundiza nuestra música desde los inicios” y que “La fusión de la diversidad en el arte o en la familia, otorga una riqueza que se negará siempre a prescindir de su profunda unidad”.
En el ámbito de esta metaforización de la historia —sugestivo entramado de realidad e imaginación—, lo más sorprendente del prólogo resulta ser la teoría de los genitores: Hernando de Soto, “el genitor por la imagen”, “el enterrado y desenterrado”, y Vasco Porcallo de Figueroa, “el genitor telúrico”, “el hombre dominado por su sangre”, “el que perdura por una descendencia de más de doscientos hijos”. Lezama crea dos arquetipos de idéntica energía poética para describirnos las fuerzas que engendraron la nación: Hernando de Soto, la “imagen” (que para Lezama es el estímulo secreto de la Historia, la anticipación del futuro), y Porcallo de Figueroa, la vitalidad física, “la sangre arremolinada”, la acción fecundante que, al desatar las fuerzas contradictorias, provoca el movimiento realizador de la Historia.
Finaliza el maestro con una de sus más hermosas vinculaciones: la “honda fineza” y la “invencible resistencia” que observa en el modo con que Martí conduce sus ideales de independencia, las conecta con la condición sedosa y resistente que el descubridor de América atribuyó al pelo de las indias al describirlo en su Diario con la frase “seda de caballo”.
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Texto leído en el IX Congreso Internacional de Estudios Literarios. Universidad Austral, Valdivia, Chile, noviembre de 1996. Es un resumen del ensayo del mismo título publicado en la revista Índice, Nº 232, Madrid, junio de 1968.