Margarita Aliguer: un recuerdo y un poema

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En pleno apogeo del Caso Padilla, llegó a La Habana la poetisa soviética Margarita Aliguer. Llegó ansiosa por reunirse con poetas cubanos, y algunos nos vimos con ella una tarde en la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, entonces presidida por Nicolás Guillén. La visitante comenzó diciéndonos que en Moscú había leído informaciones acerca del conflicto entre el Gobierno de Fidel Castro y un grupo de intelectuales cubanos (entre los que estaba yo), acusados por aquel de contrarrevolucionarios. Nos confesó que estaba alarmada porque hallaba similitud entre lo que estaba ocurriendo en Cuba y la manera como se había iniciado la persecución stalinista a los intelectuales en la URSS. Margarita Aliguer, nacida en 1915 y fallecida en 1992, que fuera amante del novelista Alexander Fadéyev –notorio colaborador de Stalin cuando presidía la Unión de Escritores Soviéticos–, tenía razones para alarmarse. En este poema suyo (sin título), traducido por la poetisa argentina de origen bielorruso Natalia Litvinova, deja constancia del viacrucis que fue su vida.

Vivo en este mundo
con una bala en el corazón.
No voy a morir todavía.
La nieve cae.
No anochece.
Los niños juegan.
Uno puede llorar,
cantar canciones.

Pero no pienso ni llorar ni cantar,
vivimos en la ciudad y no en el bosque.
No olvidaré lo visto
y llevo en el corazón lo que conozco.

El invierno de Kazán, huidizo,
níveo y luminoso, pregunta:
– ¿Cómo vivirás?
– No sé.
– ¿Sobrevivirás?
No sé.
– ¿Cómo no te mató la bala?

Cerca del final pero aún viva,
quizá porque
en la lejana ciudad de Kamsky,
donde las noches son más claras por la nieve
y el frío audaz toma lo que considera suyo,
se ponen a hablar y a correr
mi felicidad y mi inmortalidad.

– ¿Cómo no te mató la bala,
cómo resististe su plomo de fuego?

Decidí seguir viviendo
cuando vi el final
acercarse a empujones calientes
y mi corazón me reveló
que algún día sabré contar
este sufrimiento en mis poemas.

– ¿Cómo no te mató la bala
o no te tumbó el golpe?

Si estoy viva
es porque cuando se agotaron mis fuerzas,
desde los paraderos lejanos
y los callejones sin salida, tapados con nieve,
detrás de las montañas, vi
a los tanques en movimiento,
y en los bosques
a las bayonetas erguidas,
advino,
empezó a brillar
el día de la victoria
rodeando la tierra con su ala.

Ese día fui abriéndome paso
a través de las desgracias
mías y ajenas.

(1941)

Tzvetan Tódorov

(LIBERTAD DIGITAL-EFE, 8/2/2017) El franco-búlgaro Tzvetan Tódorov, premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2008, deja a su muerte una vasta obra de notable impacto en el pensamiento de Occidente, en la que indagó acerca del poder de la empatía humana. Falleció a los 77 años tras sufrir una enfermedad degenerativa.
Tódorov ha contribuido en las últimas décadas a enriquecer el debate filosófico levantando cuestiones que están asociadas a la inmigración, el terrorismo o la xenofobia. «El enemigo se invoca en los discursos populistas demagógicos, a los que les encanta trazar ante un pueblo vengador un personaje culpable de todos los males que nos afectan. Pueden ser los inmigrantes de los países pobres o los musulmanes«, contaba el pensador en un artículo publicado en Le Monde en 2015.
«El neoliberalismo es un peligro muy próximo, porque, de momento, es la ideología de nuestros gobernantes. Hay otras ideologías que se perciben que son peligrosas, pero el neoliberalismo sustituye a la democracia, con lo cual nos encontramos en un régimen que ya no corresponde a la definición de democracia», dijo Tódorov en una entrevista con Efe en 2014.
 «Logró vencer un enemigo de envergadura, el sistema del apartheid, sin verter una gota de sangre. Lo que hizo fue encontrar en sus enemigos ‘una luz de humanidad’ y comprendió las razones de su hostilidad y acabó por convertirlos en sus amigos», sostuvo Tódorov sobre Nelson Mandela.
Escapó del régimen comunista búlgaro
Considerados sus trabajos un símbolo del espíritu de la unidad de Europa, del Este y del Oeste, y el compromiso con los ideales de libertad, igualdad, integración y justicia, Tódorov buceó en las relaciones de alteridad (condición de ser otro) después de haber huido del régimen comunista de su Bulgaria natal.
El pensador se mudó a París en 1963, cuando contaba con 24 años, y se doctoró en Psicología en 1966. Divulgador de los formalistas rusos, Tódorov estudió semiótica y exploró las teorías de la literatura fantástica. En 1973 obtuvo la nacionalidad francesa y continuó sus trabajos como profesor e investigador del Centro de Investigaciones de las Artes y el Lenguaje de la Escuela de Altos Estudios Sociales de París.
Influenciado por las obras del escritor ruso Vassili Grossman y el francés Germaine Tillion, publicó decenas de obras en sus vertientes como filósofo, lingüista, sociólogo, historiador, crítico y teórico literario.
Traducidas a más de una veintena de países, destacan entre sus obras Elogio de lo cotidiano (1998), un ensayo en el que sostenía que «la vida moderna e industrial lleva a la degradación de la vida cotidiana. Hoy no se admiran los gestos», como aseguró años después.
El jardín imperfecto, Memoria del mal, tentación del bien –un excepcional análisis del siglo XX–, El nuevo desorden mundial: reflexiones de un europeo, Los aventureros del absoluto, El espíritu de las Luces y La literatura en peligro son otras de sus obras destacadas.
En los últimos años, publicó La pintura de la Ilustración. De Watteau a Goya (2011), Los enemigos íntimos de la democracia (2012) e Insumisos (2015), que repasa la labor de personajes como Malcolm X, Nelson Mandela y Edward Snowden.
Después del fallecimiento de Zygmunt Bauman, en enero de este año, la filosofía occidental ha perdido a otro de sus principales pensadores. En uno de sus últimos escritos, Tódorov demandaba cordura y moderación ante un mundo cada vez más imprevisible. «Cuidado con los dos extremos: no tenemos que avergonzarnos de elegir este camino del medio», alertaba.

Muere Tzvetan Tódorov

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Ayer, en París, a la edad de 77 años, nos abandonó Tzvetan Tódorov, testigo insomne de ese siglo exasperado que fue el XX, así como de la confusión con que ha iniciado su andadura el que ahora padecemos. Búlgaro de nacimiento, vivió en su rincón balcánico la experiencia del totalitarismo comunista, y, refugiado en Francia, empleó la libertad para exponer esa experiencia con lucidez y erudición implacables. El último libro de Tódorov que leí es EL HOMBRE DESPLAZADO (1996), suerte de vademécum de sus vivencias y reflexiones. A este libro pertenecen los siguientes párrafos:
“La unánime condena que suscita hoy el totalitarismo puede erigirse en un obstáculo para su comprensión. El habitante de una democracia occidental querría creer que el totalitarismo es enteramente extraño a las aspiraciones humanas normales. Pues bien, si así fuera, el totalitarismo no se habría mantenido durante tanto tiempo, ni habría arrastrado tras de sí a tantos individuos. Es, por el contrario, una maquinaria de temible eficacia. La ideología comunista propone la imagen de una sociedad mejor y nos incita a aspirar a ella, pues el deseo de transformar el mundo en nombre de un ideal es parte integrante de la identidad humana. Al mismo tiempo, reina en esta sociedad la ley de la supervivencia del más apto, y el goce del poder se afirma en ella como verdad última de la condición humana. Los valores de la “vida” encuentran también aquí su confirmación. Dicho de otro modo, ideología y sociedad se prestan ayuda recíproca, y el individuo se desquita en una de todas las decepciones que haya sentido a causa de la otra.
Además, la sociedad comunista priva al individuo de sus responsabilidades: siempre son “ellos” los que deciden. Ahora bien, la responsabilidad es un fardo a menudo difícil de llevar. ¿No soñamos todos secretamente, en algunos momentos, en volver a ser niños y dejar a los padres el cuidado de tomar las decisiones? La felicidad del prisionero y la angustia del que recobra la libertad no son invenciones arbitrarias. La atracción por el sistema totalitario, seguida inconscientemente por numerosos individuos, proviene de un cierto miedo a la libertad y a la responsabilidad. Ello explica la popularidad de todos los regímenes totalitarios (es la tesis de Erich Fromm en EL MIEDO A LA LIBERTAD). Existe una “servidumbre voluntaria”, decía ya La Boétie. El “homo sovieticus” se identificaba automáticamente con lo que afirmaba la autoridad y eso le tranquilizaba. Pero ningún otro “homo” ignora del todo esa tentación. Por eso es por lo que había desconcertante en la expresión “Imperio del Mal” aplicado a la URSS, aun cuando, comparado a la democracia, el totalitarismo sea indiscutiblemente un mal. Tal expresión permitiría identificar el Mal con un lugar y con un régimen, como su fuera enteramente extraño a “nosotros”, encarnación confortable de Bien. Del mismo modo que no está encerrado en el diablo, el Mal no es la propiedad exclusiva de ningún imperio.”

Severiano de Heredia

 

En 1846 llegó a Francia, de la mano de su madre adoptiva –la ciudadana francesa Madeleine Godefroy–, un mulatico habanero de apenas diez años llamado Severiano de Heredia. Era primo de dos poetas oriundos de Santiago de Cuba: José María Heredia y Heredia, icono del romanticismo hispanoamericano y autor de la “Oda al Niágara”, y José María de Heredia y Girard, icono del parnasianismo francés y autor de LES TROPHÉES. Aquel niño antillano trasplantado a Francia llegó a ser ministro de la III República y alcalde de París, sin olvidar nunca la remota isla donde había nacido, como lo demuestra su militancia en una asociación de franceses solidarios con la Cuba independentista. La vida de este interesante y olvidado personaje –que incluso sustituyó a Víctor Hugo en la presidencia de la Association Philotechnique, dedicada a promover la superación cultural de los adultos, que aún existe– ha sido narrada, tras largos años de investigación, por el conocido historiador francés Paul Estrade en su último libro, aparecido en 2011: SEVERIANO DE HEREDIA. ESE MULATO CUBANO QUE PARÍS HIZO ALCALDE, Y LA REPÚBLICA MINISTRO. “El negro del Elíseo”, como le decían a De Heredia los racistas de su época, murió en 1901 y descansa en el cementerio parisiense de Batignolles.

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