Neruda en París y en La Habana

Aquella aterida mañana de domingo en el París de 1960, el siempre achispado y legañoso bedel monsieur Julien, le petit grand-père, tocó a la puerta del cuarto que compartíamos el crítico teatral Rine Leal y yo en la que seguíamos llamando Casa de Cuba -que pertenecía ya al Estado francés por la cicatería de nuestros gobiernos–. (La Casa de Cuba era una de las más hermosas y confortables mansiones de la Cité Universitaire; tanto, que en la Francia ocupada la alta oficialidad nazi la convirtió en su hotel.) Monsieur Julien, pipa en boca y con una masiva dosis de tintorro en vena, fue a mascullar a nuestra puerta que habían telefoneado de la Embajada cubana para invitar a los becarios isleños que poblábamos la Casa a un encuentro con Pablo Neruda. El encuentro se celebraría esa misma mañana en la residencia del agregado cultural.

Neruda había llegado días antes en barco al puerto del Havre con el propósito de seguir por tierra hasta la URSS, pero las autoridades gaullistas le negaron la entrada en la dulce Francia. Gestiones de intelectuales y líderes políticos, amigos y admiradores suyos –participé en una de ellas junto a Juan Marinello–, lograron que los franceses le concedieran, a regañadientes, un visado de tránsito por unas horas, con la condición de que no realizara actividades públicas de ninguna clase: nada de recitales en teatros, nada de disertaciones en universidades, nada de declaraciones a la prensa… Nada de nada. Sólo descansar un poco, subir con las maletas a un tren y largarse.

Durante su travesía atlántica, Neruda había terminado Canción de Gesta, un libro de poemas dedicado en su totalidad a la entonces joven y prometedora revolución cubana, y quería, no recuerdo por qué, que los cubanos de París fuésemos los primeros en conocerlo. La cita con el poeta, obligadamente limitada a nosotros y sin publicidad alguna, se celebró a puerta cerrada en el apartamento que el agregado cultural de la embajada, Roberto Fernández Retamar, ocupaba con su familia en Passy.

Neruda, de sombrero de paño, sobretodo y bufanda, apareció acompañado por una Matilde Urrutia elegantísima. Él me pareció un amable mastodonte distraído, y le hallé un calorcillo de ternura en el trato; ella, en cambio, me dio la impresión de estar demasiado atenta a todo y bastante distante de todos. Neruda se desplazaba como un plantígrado y sus gestos se desenvolvían a cámara lenta, como si cada movimiento le costase mucho esfuerzo o no tuviese él prisa para nada.

Después de los saludos y las presentaciones, el poeta se dispuso a leer. Sentado frente a una mesita de estilo Imperio –que ante la abultada humanidad nerudiana parecía más pequeña y frágil de lo que era–, en un ángulo del salón, junto a una lámpara, con parte del cuerpo bañada por el turbio resplandor de lloviznazo invernal que destilaba la cristalera del balcón a través de la cortinilla que la cubría, Neruda nos leyó toda su Canción de Gesta.

Nadie como él para decir mal los poemas. Gangosa, monocorde, su dicción aplastaba los versos, haciéndolos pastosos e iguales. Canción de Gesta, ciertamente, no está entre sus mejores libros, pero fue el monorritmo nerudiano el responsable de que la lectura resultase soporífera. Algunos de los oyentes, entre los que recuerdo a Severo Sarduy, Rine Leal, el dramaturgo Rolando Ferrer y el ceramista Willy Merallo, paliamos el tedio y burlamos el cansancio –no alcanzamos sillas–, además de matar ese gusanillo que nos roe las entrañas cuando no desayunamos, zampándonos con toda la discreción imaginable, sin desparramar semillas ni cáscaras en la moqueta, las manzanas, las peras y los plátanos que nos propició un frutero colocado a nuestro alcance, o lo que es igual: mal colocado.

Al año siguiente volví a ver a Neruda. Fue en La Habana –cuando La Habana era, al decir de Julio Cortázar, el lugar del mundo donde encontrábamos a todo el mundo–, en un cóctel que Nicolás Guillén, uno de sus más fieles rivales –de quien el inquilino de Isla Negra pudo aprender, y no lo hizo, cómo se dicen los versos–, le brindó en la casona de la Unión de Escritores. Hubo copas, abrazos, bromas, carcajadas, y Neruda fue centro de una rueda de prensa en la que le hice alguna pregunta. De aquella fugaz visita del poeta a La Habana yo conservaba en mi biblioteca –que, como la de Alejandría, ya no existe– un ejemplar de la edición de Losada de las Odas Elementales en el que don Pablo me puso, con su undívaga letra apurada, esta dedicatoria alusiva a sus tropezones con personajes y personajillos del entonces emergente castrato: «Martí sí me quería». Enigmáticas palabras que se hacen transparentes cuando se leen ciertas páginas de Confieso que he vivido.