
Ramón Rodríguez Correa (La Habana, 1835-Madrid, 1894)
A los dos años escasos de residir en Madrid, Bécquer entabló amistad con Ramón Rodríguez Correa. Rodríguez Correa había nacido en La Habana, en 1835, y, al igual que Gustavo Adolfo, había acudido a la Villa y Corte a probar suerte con las letras. Este personaje, que apenas alcanza a asomar la cabeza en la historia de la literatura española y que en la cubana no cuenta, es autor de algunos buenos relatos, que se recogieron y publicaron después de su muerte bajo el título de Agua pasada (Librería de Fernando Fe, Madrid, 1894). Era hombre de imaginación y de humor ligero. Escribió cuentos fantásticos y de ciencia-ficción (El diamante artificial, ¿Estaba loco?, El suicidio) bajo la influencia de Edgar Allan Poe, y los publicó firmados con el ingenioso seudónimo Raymon R. Strap. Un dato curioso: en la parca nota que Sainz de Robles le dedica en su Diccionario de la Literatura se informa que Rodríguez Correa estuvo en Cuba, durante la Guerra de los Diez Años, en funciones de Consejero de Administración y que fue aprehendido por tropas mambisas. Rodríguez Correa hizo mucho periodismo, fundó un diario en Madrid, Las Noticias, y prologó la primera edición de las Obras de Bécquer (Madrid, Imprenta de T. Fontanet, 1871).
Rodríguez Correa, que fue para Gustavo Adolfo un hermano más que un amigo, en 1858 hizo publicar, en La Crónica, de Madrid, la primera leyenda de Bécquer, El caudillo de las manos rojas, a fin de procurarle a éste un poco de dinero, del que tan necesitado estaba en aquellos días.
En 1856, merced a las gestiones de su fiel camarada, Gustavo Adolfo obtuvo un empleo de escribiente fuera de plantilla en la Dirección de Bienes Nacionales, con un sueldo de 3.000 reales. En esa ocupación tendría de compañero a su inseparable Rodríguez Correa, quien cuenta, en el prólogo que hizo para las Obras de su amigo, que un mal día el director, con miras a introducir reformas administrativas en el departamento, decidió investigar la competencia y el rendimiento de sus subordinados, para lo cual inició visitas a todas las oficinas. Sigue contando Rodríguez Correa:
Gustavo, entre minuta y minuta que copiaba, o bien leía alguna escena de Shakespeare o bien dibujaba con la pluma, y, en el momento en que el director entró en su negociado hallábase él entregado a sus lucubraciones. Como sus dibujos eran admirables, ya se habían hecho casos de atención para todos, que se disputaban el poseerlos, aguardando a que los concluyera, mientras seguían con la vista aquella mano segura y firme, que sabía con cuatro rasgos de pluma hacer figuras tan bien acabadas. El director se unió al grupo, y después de observar atentamente aquel tan raro expediente en una Oficina de Bienes Nacionales, preguntó a Gustavo, que seguía dibujando:
—Y, ¿qué es eso?
Gustavo, sin volverse, señalando sus muñecos, respondió:
—Psch… ¡Ésta es Ofelia, que va deshojando su corona! Este tío es un sepulturero… Más allá…
En esto observa Gustavo que todo el mundo se había puesto de pie, y que el silencio era general. Volvió lentamente el rostro y…
—¡Aquí tiene usted uno que sobra! —exclamó el director.
Efectivamente, Gustavo fue declarado cesante en el mismo día.
Al conocer lo que le habían hecho a su amigo, Rodríguez Correa presentó la renuncia a su puesto alegando que “no se hallaba de acuerdo con la marcha seguida por el Gobierno”.
Para sobrevivir, Bécquer se vio precisado a echar mano a cuantos recursos se pusieran a su alcance: tradujo folletines, fundó dos periódicos que murieron al nacer (El Mundo y Doña Manuela), desempeñó a su modo un puesto de censor de novelas, pintó murales al fresco en el palacio de los marqueses de Remisa, escribió artículos para la prensa madrileña y, en colaboración con Rodríguez Correa unas veces y otras con su coterráneo Luis García Luna, escribió libretos para zarzuelas. Con el primero, bajo el seudónimo de Adolfo Rodríguez, arregló para el género chico una obra de Ricci, El nuevo Fígaro, y con el segundo, bajo el seudónimo de Adolfo García, escribió Las distracciones (con música de Antonio Gordón), La cruz del valle (con música de Antonio Reparaz), Tal para cual (con música de Lázaro Núñez-Robres) y La venta encantada (también con música de Reparaz), de las cuales sólo la última no subió a escena.
Cuando José Luis Albareda fundó El Contemporáneo, Rodríguez Correa logró que Bécquer entrara a formar parte de la redacción del nuevo periódico. En El Contemporáneo publicó Bécquer la mayor parte de sus leyendas y las hermosísimas Cartas desde mi celda. Éstas últimas las remitió al periódico desde el monasterio de Veruela, adonde había ido a reponer su salud.
En 1861, Valeriano Bécquer, el hermano de Gustavo Adolfo, llegó a Madrid. Valeriano fue a vivir a la casa de huéspedes de la calle Visitación, donde residía el poeta con su mujer, Casta Esteban, y sus dos hijos. La llegada de Valeriano fue para Gustavo Adolfo un motivo de alegría y de esperanza. Juntos comenzaron a colaborar en el semanario más popular de la época, el Gil Blas, firmando ambos sus dibujos con el seudónimo de Sem. Juntos también emprendieron viaje a las aireadas tierras de Veruela, donde Valeriano, magnífico dibujante, hizo numerosos apuntes del natural en muchos de los cuales aparece Gustavo Adolfo.
Sobre las ideas políticas de Bécquer se ha dicho poco. Es como si casi todos los biógrafos e investigadores hubiesen preferido olvidar este capítulo para no verse ante la incómoda realidad de un Bécquer conservador —conservador moderado, pero conservador al fin. Quizás el estudioso que más luz ha vertido sobre esta faceta de la personalidad del vate sevillano sea Rafael Montesinos en su imprescindible libro Bécquer. Biografía e imagen (Barcelona, Editorial R.M., 1977).
Rememorando los primeros tiempos de su amistad con Bécquer, Rodríguez Correa afirmó que éste se había propuesto “no mezclarse en política y vivir sólo de sus artículos literarios”. Y añadió el escritor habanero: “Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera de su alma en medio del arte, no existía la política de menudeo…” Sin duda, esa política no existió para el poeta, quien, como acertadamente dice Montesinos, “al través de sus diferentes escritos en prosa (…) dejó bien definido, más que su pensamiento, su sentimiento conservador”.

Bécquer. (Fotografía de A. Alonso Martínez.)
Comparto con Montesinos la convicción de que Bécquer distaba de ser un político, así como la creencia de que, en el fondo de su alma, mantenía un combate consigo mismo, una contradicción que no sabía resolver. Pero no me parece que, con el paso de los años, Bécquer aminorara su conservadurismo. En su adolescencia se burló de la revolución de julio de 1854, como puede verse en el álbum de caricaturas que él y Valeriano le dedicaron a la Vicalvarada[i], y pocos años antes de morir mantuvo íntima amistad con un político reaccionario de mano dura, el ministro Luis González Bravo, responsable, entre otros desmanes, de la sangrienta represión de que fue víctima, la noche de San Daniel de 1865, una multitud de estudiantes y pueblo en general que protestaba en la Puerta del Sol por la destitución de Castelar. González Bravo nombró a Bécquer censor de novelas y lo protegió. Tras la revolución de septiembre de 1868, del destronamiento de Isabel II y de la huída a Francia de su protector, Bécquer se refugió por un tiempo en Toledo, junto con sus hijos y su hermano Valeriano. En este contexto, y dados sus antecedentes ideológicos, el tremendo álbum de acuarelas titulado Los Borbones en pelota, realizado por ambos hermanos a raíz de la revolución del 68, sólo puede entenderse como un intento oportunista de acomodarse en la nueva situación política[ii].
Diversos pasajes de las prosas de Bécquer traslucen el debate ideológico interno del poeta: en algunos alaba el desarrollo de las ideas como fuente del progreso o subraya lo espantoso de ciertas desigualdades sociales, en tanto que en otros niega toda posibilidad de justicia social o, en una alucinación francamente retrógrada, habla de la “gran raza” latina, representada por España, Francia e Italia y unida en el catolicismo, la que “en un día no lejano se mostrará compacta, fuerte y dominadora como en otros tiempos”. La alusión a la época de las conquistas y las colonizaciones es bien clara.
No fue Bécquer dado a las confesiones personales. Su correspondencia, breve, no es muy elocuente respecto de su vida íntima. En alguna que otra carta se queja de infelicidad —como en la que envió desde Soria, en 1861, a su inseparable Rodríguez Correa—, pero en ninguna es explícito. Buena luz han arrojado sobre la intimidad del poeta y su vida amorosa las declaraciones hechas por su sobrina Julia, hija de Valeriano, a la escritora Carmen de Burgos. El testimonio de doña Julia Bécquer es de incuestionable valor. He aquí un fragmento ya citado por otros autores:
—¿Qué sabe usted del gran amor romántico de Bécquer?
—Su amada se llamaba Julia Espín y Colbraud, y por eso me llamo Julia yo, porque Gustavo Adolfo, que fue mi padrino, me puso el nombre de su musa.
—¿Qué recuerda usted de ella?
—Era sobrina de Rossini, porque su madre y la esposa del músico italiano eran hermanas. Su padre era músico también, y yo poseo un retrato de ella pintado en Rusia y que ella dedicó a Rodríguez Correa. Es una Ofelia rubia, delicada y blanca.
—¿Es cierta toda esa historia de que Gustavo Adolfo la vio un día en su balcón del callejón del Perro, y quedó prendado de ella para toda la vida?
—Sí, señora; estaba enamorado de Ofelia y la llamó Julia.
—¿Y esos amores fueron tan ideales que él no quiso serle presentado jamás para conservar toda la pureza de su ilusión?
—Eso no podría yo asegurarlo. De las poesías de Gustavo Adolfo se deduce otra cosa. “¡Llora! No te avergüences / de confesar que me quisiste un poco”, dice en una. En otra añade: “No hay máscara / semejante a tu rostro”. En casi todas se queja de engaño y de juramentos incumplidos.
—A pesar de su amor, Gustavo Adolfo se casó.
—Sí, se casó en un pueblo de Soria con la hija de un cirujano que lo asistió en una grave enfermedad.
—¿Recuerda usted a su esposa?
—Casta era guapa, pero antipática; tenía en la cara algo trágico y desagradable; pertenecía a una familia rica, y tacaña. Mi padre, mi hermano y yo estábamos allí con mi tío, pero el matrimonio no fue feliz, se separaron y él se llevó consigo a sus dos hijos. Desde entonces, los cuatro chiquillos y los dos hermanos no se separaron…[iii]

"Rimas", edición prologada y anotada por Manuel Díaz Martínez, Editorial Akal, Colección Nuestros Clásicos, Madrid, 1993.
[i] En 1854 estalla en Madrid una sublevación de elementos moderados y progresistas, encabezada por los generales Espartero y O’Donnel y conocida como la Vicalvarada por el combate que se libró en la localidad de Vicálvaro. Los sublevados pretendían poner fin a la corrupción administrativa y a la arbitrariedad reaccionaria, que se agudizaron durante el gobierno de Sartorius, siendo reina Isabel II. Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer, que aún permanecían en Sevilla, realizaron una serie de dibujos sarcásticos contra la Vicalvarada y le dieron el título de Los contrastes o Álbum de la Revolución de Julio de 1854 por Un Patriota. Este interesante documento gráfico fue descubierto y dado a conocer por Rafael Montesinos, acucioso investigador de la vida y la obra de Bécquer.
[ii] Publicado por R. Pageard, L. Fontanella y M. D. Cabra Loredo. Madrid, Ediciones El Museo Universal, 1991.
[iii] Carmen de Burgos. Hablando con los descendientes. Madrid, Editorial Renacimiento, 1929.
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Fragmento de mi prólogo a las Rimas, edición Akal.
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